Por: Jesús Caudillo
Agosto / 2010
La Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) ha declarado la constitucionalidad de que las uniones homosexuales sean reconocidas como matrimonios, al menos en el Distrito Federal. Como todo debate polémico, esta resolución deja muchas reflexiones y cabos sueltos que desgraciadamente no se resuelven con el pronunciamiento de la máxima institución jurídica del país.
¿Cuál fue el papel que jugó la Corte en este caso? Casi nada. La entidad tenía la responsabilidad de analizar los argumentos de la Procuraduría General de la República (PGR) y declarar si existía o no constitucionalidad jurídica en la legislación de la Asamblea Legislativa del Distrito Federal (ALDF) que reconoce de forma equívoca a las uniones homosexuales como matrimonios.
¿Qué podemos esperar de los ministros de la Corte, si se han mostrado como funcionarios al servicio, no de la sociedad de la que cobran sus sueldos, sino de la que abusan y a la que manipulan según su antojo, arguyendo criterios jurídicos?
Un día avalan el abuso a los trabajadores del Estado, a los pensionados, y validan el retiro arbitrario de una parte de sus recursos acumulados por jubilación. No. No se olvida que desde la Corte se avaló que los pensionados deberán cobrar menos dinero por su jubilación, aun cuando hayan cotizado una cifra monetaria mayor.
Tampoco se olvida que la misma Corte avaló la constitucionalidad del aborto. No se olvida que la Corte ha cometido terribles omisiones en casos como el del asesinato del Cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo o la violación de las garantías individuales de la periodista Lydia Cacho.
Hoy está más claro que los ministros de la Corte –con sus honrosas excepciones– son más demagogos y políticos que juristas de trayectoria. Aunque esto quizá no sería tan sorprendente si revisamos su carrera y la forma a través de la cual accedieron al tribunal desde el que hoy juzgan.
¿Y cómo fue la discusión de los ministros? Pues nada, Salvador Aguirre Anguiano y el ministro presidente, Guillermo Ortiz Mayagoitia, opositores al proyecto que resultó aprobado, fueron objeto de recriminaciones veladas, como suelen ser las que se emiten en sus foros.
Olga Sánchez Cordero, Sergio Vals Hernández, José Ramón Cossío, Juan Silva Meza, Arturo Zaldívar Lelo de Larrea, José Franco González y José Gudiño Pelayo, todos muy en su papel. Con diferentes posturas en la forma, acordaron avalar el proyecto en lo esencial.
"El matrimonio no es un derecho", decía Zaldívar Lelo de Larrea. "El matrimonio es un contrato civil", afirmaba el ministro Franco. La discusión, más que una cátedra de derecho, esperable en los ministros de la Corte de un país, más bien mantuvo tonos y matices ideológicos, en lugar que debate sobre principios fundamentales y realidades incontrovertibles.
De poco sirvieron las 20 mil firmas de la organización civil Uno + Una = Matrimonio. Al menos a una parte de la Corte no le importó que hubiera un sector inconforme en la sociedad a la que regulan. Si a la Asamblea Legislativa no le importó, ¿por qué tendría que importarle a la Corte?
Y no le importaron, porque, como dijo la ministro Sánchez Cordero, debe legislares "desde la perspectiva de un Estado laico que rechaza fundamentalismos y que reconoce que todas las convicciones tienen la misma dignidad". Toda discrepancia es calificada, sin más ni más, como fundamentalismo, como una invasión al Estado laico.
Se leía en Twitter que "los meones de agua bendita" debían dejar de lado la intención de imponer su moral, para dar paso a la nueva "moralidad de la libertad". El ministro Aguirre fue vituperado con entusiasmo en esa red social hasta el grado del insulto por quienes se asumen como los "verdaderos tolerantes" del siglo XXI.
Este debate, al igual que la discusión sobre el aborto, polariza. Tan es así que las posturas cargan con un irrenunciable estigma. Aunque es cierto, y ojalá pudiera corregir la afirmación, amable lector, fueron más notorias y abundantes las expresiones intolerantes hacia lo religioso a partir de esta discusión que aquellas que insultan o denigran la práctica de la homosexualidad.
La discusión abrió una vez más el debate sobre los límites de lo religioso en la vida pública. Y de nuevo, no se hacen esperar las posturas más intolerantes e irracionales hacia ello. De forma irreflexiva, se reclama la vigencia del Estado laico, sin invocar siquiera un poco de civilidad democrática.
¿Acaso la Corte resolvió la controversia? Parece que no. ¿Qué se resuelve con esta resolución? Nada, francamente. Los problemas públicos reales siguen a la espera de ser resueltos.
Así es, querido lector. Usted tendrá que esperar hasta quién-sabe-cuándo para que los problemas de secuestro, extorsión, violaciones en el Metro de la Ciudad de México, el abuso de las autoridades, falta de agua, inundaciones, movilidad y transporte, entre muchos otros, encuentren un lugar en la agenda de los diputados.
Tendrá usted que esperar a que las instituciones del Estado renuncien a la facultad –que nadie les otorgó– de regular situaciones que no les corresponde reglamentar porque éstas les trascienden y superan.
En fin, ¿acaso las uniones homosexuales son un problema público? ¿Son una cuestión de igualdad? ¿El Estado está obligado a regular esta situación? Nada de esto importa ya. El Estado mexicano decidió que sí son un problema público, que se resuelve por igualdad ante la ley y que sí está facultado para reglamentar a la institución del matrimonio, aun cuando ésta se fundó muchísimo tiempo antes de que el Estado surgiera.
Podríamos dejar pasar la situación, pero es difícil cuando el Estado comienza a manifestar rasgos autoritarios que a nadie convienen. Porque cuando el gobierno, en el sentido amplio del término, concentra la totalidad del poder político, se gestan los grandes aparatos de represión. Que nadie diga que esa situación no se advirtió.
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